Saturday, February 17, 2007

¿Y vos de qué te reís?

Un amigo decía que no encontraba idea más disparatada que eso de ir al cine. “¿A quién se le ocurre encerrarse a oscuras con un montón de desconocidos?”, decía. Me divertía ese planteo. Me acordé del asunto el martes pasado, a la salida del teatro, cuando reparé en que mis amigos y yo le dedicamos el mismo tiempo a comentar la obra que a analizar las reacciones de quienes compartían con nosotros la platea. Más específicamente, sus risas. Quién lanzó una carcajada en el chiste obvio, quién fue rápido, leyó entrelíneas y fue precursor en una risa que después contagió a los demás, quién exageró, quién la pifió y se río cuando no era “políticamente correcto” hacerlo. Porque evidentemente no es poca la información que puede obtenerse de una persona a partir de lo que la hace reír. La risa delata complicidad, dice “soy un interlocutor válido, manejamos los mismos códigos”. Dispara la ilusión de la afinidad total. Por eso no hay momento que a uno lo desencaje más que cuando no entiende el chiste, se queda afuera, no pertenece. No encontrarle la gracia a algo puede llegar a ser la más violenta señal de incompetencia intelectual. La cuestión es que mis amigos y yo, sin proponérnoslo siquiera, asistimos a dos funciones de teatro: la que tenía lugar en el escenario y la de la platea, de la que formábamos parte, y en la que interpretábamos el papel de espectadores con vicio de escrutadores, ansiosos por saber algo de todos esos desconocidos, esos anónimos amenazantes con quien compartíamos una sala a oscuras.

Cuento -work in progress-

Soy un puto triste. Serio y triste. Me lo digo y no sé si es algo que deba molestarme o no. Tampoco es algo de lo que sea consciente todo el tiempo. No soy de los que piensan demasiado sobre sí mismos. Pero es la clase de conclusiones a las que se llegan en momentos como este. Arriba de un micro, en el primer asiento, en la hora quince de un viaje de 20 horas al Bolsón. Cuando te pesan los párpados de dormir mal y ya no te queda imaginación para inventar una posición medianamente cómoda en la que se pueda evitar las insinuaciones del viejo puto que se sienta al lado.
El viejo me levantó por calle hace una semana y no sé como terminamos aquí. O sí se como, pero ya no me queda estómago para volver sobre el tema. El asunto es que acepté la invitación. Tampoco sé bien para qué. Ya se verá. Se que voy a la naturaleza. Nada más. No tengo grandes pretensiones. No voy en busca de revelar algún mensaje oculto, no pretendo encontrarle el sentido a nada. No, nada. Sólo quiero que la naturaleza me agote el cuerpo, que me deje exhausto de caminarla, que me vacíe de recorrerla, que no me deje pensar. Necesito extinguirme en la naturaleza. Eso estaría bien.
Ahora vienen los milicos de gendarmería a revisar algunos bolsos. Saben que pasa mucho faso para el Bolsón y deben querer algo para ellos también. Es justo. Ellos también merecen divertirse, no veo por qué se tienen que reservar todo esos pendejos con pretensiones de nuevos hippies, que se compraron esa mierda de ilusión del retorno al hombre salvaje, a lo puro, a lo natural. Sus expectativas son más dañinas que cualquiera de esos blancos donde ellos ven enemigos. Deberían saberlo: no hay nada más devastador que una esperanza.
El milico me pide los documentos y acto seguido le lanza un: “los suyos, señora?” al viejo. El no se hace cargo y le tira de mala gana la libreta de enrolamiento. El milico lee el nombre, mira dos veces la foto, y pide perdón. Yo disfruto por dentro. El viejo es flaco y alto. Y tiene un bronceado antiguo, la piel seca, como de playboy en desuso. El viejo es una foto gastada del tipo que quiere ser. Y ese pelo de un rojo oscuro, bordó, tan obviamente teñido, que le corona la cabeza, como una cresta marchita y decadente.
Creo que lo tengo intimidado. Habla poco y si me mira es de reojo. A veces acerca el brazo, intenta rozarme el codo, su mano muerta se apoya leve muy cerca de mí. Nada que me de más asco. Prefiero su pija reseca encajonada diez minutos en mi boca, antes que ese juego de roces que habrá aprendido de chico con otro tan putito como él.
El viejo lleva una bolsita de caramelos ácidos en su cartera. El desayuno es un empaste de miñones y medialunas duras regadas con agua teñida de café. Así que el viejo me ofrece un caramelo, “limpian los dientes”, dice. Frunce la nariz y el labio superior sube hasta mostrar parte de su dentadura. Tiene piezas chicas, como de pekinés, con aureolas amarronadas cerca de las encías y las juntas. Pienso que de todas las pruebas de decadencia física, los dientes son la más cabal. Tengo una pesadilla recurrente. Se me caen los dientes en las situaciones menos adecuadas, públicas. O se me rompen pero con un agujero en el centro de cada pieza por donde puedo asomar la punta de la lengua y sentir el borde filoso de ese círculo perfecto. Mientras pienso en mi pesadilla, en sensaciones, en imágenes, en su significado, estoy a salvo, lejos de todo. Lejos del viejo que se calza las zapatillas y manotea su bolso, de la petisa fisgona que se sienta en la fila de al lado y estuvo monitoreando nuestros movimientos pero ahora se apura a juntar sus cosas para ser de las primeras en bajar del micro. Hay gente que encuentra satisfacción en las cosas más pelotudas. Es todo un arte eso. Llegamos.
Al local lastimoso que oficia de terminal nos va a recibir el hermano del viejo. Se llama Gerardo, es mucho más joven, no más de 37, y no evidencia un solo rasgo de parentesco con el viejo. Es bajito y morochón. Está un poco gordo, pero camina como si el cuerpo le pasara muchísimo. Lleva un jean berreta y un pulóver de pobre, color marrón. Gerardo también es un hombre opaco, pero de otra manera.
Subimos a una camioneta vieja. La maneja Gerardo, que por suerte habla poco y nada. La camioneta es una Ford, creo, y está llena de tierra. Alguien dejó una estampita de la virgen sobre el asiento trasero, donde voy yo. El viejo va adelante. Lo veo con ganas de decir algo. Así que me calzo los auriculares del discman que no tiene pilas y cierro los ojos. No estoy. Me pregunto como será la relación del tipo con el viejo. Qué pensará de él. Si le dará asco tener un hermano así. Y llego a la conclusión de que no son familia de sangre. Me imagino que Gerardo es parte de una familia que el viejo se inventó, cuando los otros, los verdaderos, lo despreciaron por su condición. Me sigo haciendo el boludo y escucho al viejo hablar por lo bajo con Gerardo. Le dice que soy chef, que viajo mucho, y que vengo de una familia importante de Buenos Aires. Dice importante de una forma que me causa gracia. Hablan de la finca, de las fresas y de las cerezas, de cuánto me van a interesar los métodos de cultivo. Me río por dentro. El viejo es un gran fabulador. Tiene un talento que hasta ahora le desconocía. Ese es un punto a su favor.
Hacemos media hora de recorrido más o menos y llegamos a la finca. No la imaginaba así. Tampoco, mejor. Sólo que así no. Es un terreno inmenso. Agreste. Hay árboles, frutales, pero no los suficientes como para que esta gente viva de ellos, creo yo. También hay perros. Perros chicos que le muerden el ruedo del pantalón al viejo. Hay una hamaca paraguaya. Y la casa. La casa es blanca, básica. Es el arquetipo de la casa. Como las casas que uno dibujaba de chico en el colegio, pero derruida. Como si a esa casa que pude haber dibujado yo le hubieran pasado por encima todos estos años en que me hice adulto y no volví a tocar un lápiz. De la puerta de la casa sale una chica. Es linda. (…)

Saturday, February 03, 2007

Dietética del sufrimiento/goce

De adolescente, me gustaba pensar que todas las personas que venían a este mundo sufrían y gozaban en la misma proporción. No importaba cuanto durara su vida, ni la intensidad de sus días, ni siquiera si habían nacido en la parte privilegiada del mundo o no.
Yo pensaba al sufrimiento/goce como una percepción subjetiva que tomaba una forma u otra por distintas razones según el contexto. De esto se desprendía que una persona plena de todos los dones de la naturaleza y con acceso a todas las comodidades y ventajas que este mundo puede proveerle, no era necesariamente más feliz que una segunda persona con limitaciones materiales y/o personales crudamente evidentes.
Yo suponía que el primero habría naturalizado todos esos atributos, comodidades y ventajas, los daba por sentados de un modo que no podía obtener ningún goce de ellos y para conseguir tan sublime sensación dependía de experiencias tan insólitas como extraordinarias. En el caso de aquel al que nada le había sido dado, se hacía más evidente lo fatigoso que resultaba obtener una cuota de placer, sin embargo tenía el don de hallarlo en lo más sencillo y cotidiano, allí donde los privilegiados no advertían nada por pura costumbre, por saciados.
Algo parecido, pero al inverso sucedía con el sufrimiento. Más allá de los padecimientos existenciales que nos igualan a todos del mismo modo que lo hace la muerte, en mi teoría el dolor de los no privilegiados era muy evidente y se desprendía de las grandes carencias. Aunque muchas menos de las que podía suponer un privilegiado, ya que de mismo modo que ellos habían naturalizados sus ventajas, estos otros habían naturalizado sus carencias hasta el punto de no padecer muchas de ellas. En cambio los saciados estaban muy expuestos al sufrimiento ante la más mínima y estúpida falta.
Las causas del sufrimiento/goce no podían ser más distintas, las intensidades eran las mismas: las humanamente soportables, eso creía yo.
Lo más extraño es que todo esto que puede interpretarse como un argumento conformista con el estado de las cosas o hasta reaccionario, en realidad surgía de la imperiosa necesidad de encontrarle la vuelta al absurdo de este mundo, de aportarle algún tipo de orden al caos, de no terminar de asumir la dolorosa y única certeza de que el mundo es injusto y ya. Que esa es una verdad concreta. Y que después habrá que ver que se hace o no para cambiarla.

Hoy

Es de esos días en que me la paso en remera y bombacha. Yendo de la cama al living (a la pc). De los libros al teclado y viceversa. Y es una felicidad módica, discreta, algo que puedo tolerar.

Sobre géneros

A veces pienso que me hubiera gustado ser un reggae. A mí, que me tocó ser una baladita torturada de Nick Cave. Entonces también pienso que todos mis problemas parten de que me tomo demasiado en serio. "No se tome la vida demasiado en serio, de todos modos no saldrá vivo de ella". Una frase, creo que de Groucho, que ahora mismo se me ocurre de inspiración muy zen.

Susan lo dijo antes


El mejor hallazgo. El placer más soberbio y vanidoso: leerse en la tinta de otro. Más todavía si es un otro admirado. Pero al mismo tiempo, es algo hiriente: alguien lo pensó antes que yo, lo dijo más temprano y mejor.
De los diarios de Sontag:

“Escribiendo el diario no solamente me expreso más abiertamente que con cualquier persona, sino que me creo a mí misma. El diario es un vehículo para mi sentido de la personalidad. El me presenta como alguien emocional y espiritualmente independiente. Por lo tanto (¡ay de mí!) no se limita a registrar mi vida cotidiana, mi vida real. Me ofrece, en cambio –en muchos casos- una alternativa a esa vida”.

“Nada me impide ser una escritora, excepto la pereza”.

“¿Por qué escribir es importante? Principalmente por vanidad, supongo. Porque quiero ser esa persona, una escritora, y no porque haya algo que yo deba decir. Y sin embargo ¿por qué no habría de ser así? Con un pequeño fortalecimiento de mi ego –como el fait accompli que este diario brinda- lograré llegar a confiar en que yo (Yo) tengo algo que decir, algo que debe ser dicho.
Mi “Yo” es débil, cauteloso, demasiado cuerdo. Los buenos escritores son egotistas formidables, hasta el punto de llegar a la fatuidad. Los hombres sensatos, críticos, los corrigen; pero su sensatez es parasitaria de la fatuidad creativa del genio”.

“No puedo escribir hasta que encuentre mi ego. Yo sólo podría ser un tipo de escritor: el tipo de escritor que se expone. Escribir es gastarse, es apostarse. Pero hasta ahora ni siquiera me gustaba el sonido de mi propio nombre. Para escribir debo amar mi nombre. El escritor está enamorado de sí mismo… y construye sus libros a partir de ese encuentro y de esa violencia”

“El escritor debe ser cuatro personas:
1- El chiflado, el obsédé
2- El imbécil
3- El estilista
4- El crítico
1- provee material
2- le da salida
3- es gusto
4- es inteligencia
Un gran escritor tiene las 4 cualidades – pero uno puede ser un buen escritor con sólo tener 1) y 2); son las más importantes.”

“Escribo para definirme –un acto de autocreación- parte del proceso de llegar a ser- en un diálogo conmigo misma, con escritores que admiro, vivos y muertos, con lectores ideales”.

“Los textos son objetos. Quiero que afecten a los lectores, pero de todas las maneras posibles. No hay una sola manera correcta de experimentar lo que he escrito. No estoy “diciendo algo”; estoy permitiendo que “algo” tenga una voz, una existencia independiente (una existencia independiente de mí)”.

“Una de mis emociones más fuertes y más cabalmente empleadas: el desprecio. Desprecio por los otros, desprecio por mi misma”.