Emilio e Irene
Cuando llegué al mundo, ellos ya estaban ahí. El mundo, tal como lo conocí hace casi 29 años, los incluía. El porqué de su presencia no era algo que a mí se me ocurriera cuestionar. Venía dada, mis abuelos eran parte del todo en que desperté a la vida.
Y si lo pienso, el mundo al principio fue un lugar muy pequeño, de pocas referencias que ocupaban un inmenso lugar. Madre, padre, abuelos, hermana… Pasó el tiempo y ese universo personal se fue abriendo, ampliando, complejizando. Irrumpieron más personajes, nuevos escenarios. Pero ellos, los primeros, seguían ahí con el peso de los afectos “fundacionales”.
También se me ocurre que una familia es una suerte de mitología íntima, con sus códigos, sus mandatos, sus dogmas silenciosos. Una mitología tatuada con tinta indeleble en alguna parte secreta, esperando que uno la vaya a descifrar. A mis abuelos los fui descifrando, leyendo, desde la mirada de mis padres y también desde el enojo, desde el rechazo radical de esa imagen que mis padres construyeron de ellos. Síntesis de avenencias, oposiciones, contradicciones…
Y apareció mi abuela, la hacedora fuerte, la matriarca con el deber siempre a flor de labios, la administradora eficaz, la miedosa, la creyente en la ley de las culpas y castigos, la vanidosa de su belleza de juventud, la de los besos, la de los mimos, la superyoica, la reprimida, la servicial, la de las comidas que sacian todo, la responsable, la que nunca se detuvo, la que no sabe reposar, la que me riega de halagos, la quejosa, la implacable, la perfeccionista, la culposa, la de las infidencias y la de la risa desinhibida de los últimos tiempos.
Y mi abuelo, el dandy del bigote anchoita y el sombrero más ridículo de la ciudad, el de los modales vetustos, el de la moral absurda, el de las anécdotas repetidas una y mil veces, el de los muchos pudores, el de los chistes pésimos, el ocioso de la extraordinaria sensibilidad musical, el amante de las películas, el del pasado que el mismo se inventó, el consentido, el tierno, el retrógrado, el caprichoso, el niño sin madre en eterna orfandad, el viejo asustado, a la intemperie de la vida, encogido de miedo y vergüenza porque su hija acaba de darle un inyección…
Intento detectar qué hay de ellos en mí. Me pregunto qué se llevan de su nieta y me doy cuenta que doy por sentada la despedida que no me animo a pronunciar, pero que se evidencia en la sensación de que cada acto mínimo con ellos puede ser el último. Como si viviéramos un tiempo de descuento en que se van cruzando umbrales definitivos, una suerte de ejercicio que voy haciendo para hacerme más soportable una idea, la idea del mundo sin ellos.
Y si lo pienso, el mundo al principio fue un lugar muy pequeño, de pocas referencias que ocupaban un inmenso lugar. Madre, padre, abuelos, hermana… Pasó el tiempo y ese universo personal se fue abriendo, ampliando, complejizando. Irrumpieron más personajes, nuevos escenarios. Pero ellos, los primeros, seguían ahí con el peso de los afectos “fundacionales”.
También se me ocurre que una familia es una suerte de mitología íntima, con sus códigos, sus mandatos, sus dogmas silenciosos. Una mitología tatuada con tinta indeleble en alguna parte secreta, esperando que uno la vaya a descifrar. A mis abuelos los fui descifrando, leyendo, desde la mirada de mis padres y también desde el enojo, desde el rechazo radical de esa imagen que mis padres construyeron de ellos. Síntesis de avenencias, oposiciones, contradicciones…
Y apareció mi abuela, la hacedora fuerte, la matriarca con el deber siempre a flor de labios, la administradora eficaz, la miedosa, la creyente en la ley de las culpas y castigos, la vanidosa de su belleza de juventud, la de los besos, la de los mimos, la superyoica, la reprimida, la servicial, la de las comidas que sacian todo, la responsable, la que nunca se detuvo, la que no sabe reposar, la que me riega de halagos, la quejosa, la implacable, la perfeccionista, la culposa, la de las infidencias y la de la risa desinhibida de los últimos tiempos.
Y mi abuelo, el dandy del bigote anchoita y el sombrero más ridículo de la ciudad, el de los modales vetustos, el de la moral absurda, el de las anécdotas repetidas una y mil veces, el de los muchos pudores, el de los chistes pésimos, el ocioso de la extraordinaria sensibilidad musical, el amante de las películas, el del pasado que el mismo se inventó, el consentido, el tierno, el retrógrado, el caprichoso, el niño sin madre en eterna orfandad, el viejo asustado, a la intemperie de la vida, encogido de miedo y vergüenza porque su hija acaba de darle un inyección…
Intento detectar qué hay de ellos en mí. Me pregunto qué se llevan de su nieta y me doy cuenta que doy por sentada la despedida que no me animo a pronunciar, pero que se evidencia en la sensación de que cada acto mínimo con ellos puede ser el último. Como si viviéramos un tiempo de descuento en que se van cruzando umbrales definitivos, una suerte de ejercicio que voy haciendo para hacerme más soportable una idea, la idea del mundo sin ellos.