Por Amélie NothombEl sueño de los físicos consiste en lograr explicar el universo a través de una única ley. Al parecer, resulta muy difícil. Suponiendo que yo sea un universo, me rijo por esta única ley: el hambre.
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Conviene precisar, además, que mi hambre debe entenderse en su sentido más amplio: si sólo se hubiera tratado de hambre de alimentos no habría sido tan grave. ¿Pero existe realmente eso de tener sólo hambre de alimentos? ¿Existe un hambre de estómago que no sea indicio de un hambre generalizada? Por hambre yo entiendo esa falta espantosa de todo el ser, ese vacío atenazador, esa aspiración no tanto a la utópica plenitud como a la simple realidad: allí donde no hay nada, imploro que exista algo.
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El hambre es deseo. Es un deseo más amplio que el deseo. No es voluntad, que es una forma de fuerza. Tampoco es debilidad, ya que el hambre no conoce la pasividad. El hambriento es un ser que busca.
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Los seres que nacieron saciados -hay muchos- nunca conoceran esa angustia permanente, esa espera activa, esa febrilidad, esa miseria que despierta día y noche. El hombre se construye a partir de lo que ha conocido en el transcurso de los primeros meses de vida: si no ha experimentado hambre, será uno de los raros elegidos, o de esos raros malditos que no edificarán su existencia en torno a la carencia.
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Si Nietzsche hablaba de superhombre, me autorizo a hablar de superhambre. Superhombre no lo soy; superhambrienta lo soy más que nadie.
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A menudo, la vieja oposición entre cantidad y calidad es tremendamente estúpida: el superhambriento no sólo tiene más apetito, tiene sobre todo apetitos más difíciles. Existe una escala de valores en la que lo más genera lo mejor: los grandes enamorados lo saben, los artistas obsesivos también. La cima de la delicadeza tiene a su mejor aliado en la sobreabundancia.
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"Demasiado dulce": la expresión me parece tan absurda como "demasiado bonito" o "demasiado enamorado". No existen cosas demasiado hermosas: sólo existen percepciones cuyo apetito de belleza es mediocre. Y que no me vengan con el barroco opuesto a lo clásico: aquellos que no ven la sobreabundancia que explota en el mismísimo corazón del sentido de la medida tienen una percepción muy pobre.