Montevideo

Me preguntan que tal estuvo. Para ser sintética: fue como una excursión al barrio vecino, salvando las distancias geográficas (comprendidas en 2 orillas con un río de por medio) y ontológicas que, sin lugar a dudas, son infinitamente más extensas.
No abundaré aquí en detalles sobre las remanidas ventajas de la idiosincracia uruguaya, que no por remanidas dejan de ser genuinas, pero si hay algo que me engancha de los charrúas es esa especie de saciedad existencial con que andan por ahí. As usual, corro el riesgo de estar idealizando pero advertí poca predisposición a esa avidez consumista que los porteños naturalizamos hace rato. Como si estuvieran menos contaminados de estímulos estériles, más despojados. No es que me haya dado por predicar las bondades de la "menonita way of life", pero no deja de generarme vértigo ver con que facilidad se nos convence de la urgencia de ciertas necesidades más que prescindibles.
Tiempo de compensar tantas ponderaciones: si hay algo realmente exasperante de Montevideo en primavera son los plátanos que desde casi todas las calles de la ciudad están dele escupir pelotitas preñadas de pilosidades que se te adhieren a la cornea de los ojos y te hacen lagrimear y estornudar sistematicamente. Escuché una historia al respecto, que no sé si será cierta pero me resultó simpática. Parece ser que a esos árboles los trasplantaron desde Canadá, y que con auténtico complejo de desterrado nunca se aclimataron a los condiciones rioplatenses. Y que en un gesto evidente de protesta y venganza vegetal ejecutan toda esta promoción deliberada de alergias en temporada estival. En fin, el encanto de los inadaptados de siempre...