Friday, July 11, 2008

El Dios de las pequeñas cosas


(...) Cuando Larry abrazaba a su mujer, la mejilla de ésta quedaba a la altura de su corazón. Era lo suficientemente alto para verle la coronilla y contemplar el oscuro revoltijo de su pelo. Cuando le ponía un dedo en la comisura de la boca, sentía un minúsculo latido. Le encantaba su emplazamiento. Y aquella pulsación apenas perceptible, indefinida, justo debajo de la piel. Cuando la tocaba, escuchaba con los ojos, como un futuro padre que siente cómo se mueve su hijo nonato dentro del vientre de la madre.

La acariciaba como si fuese un regalo. Que le fue dado por amor. Algo pequeño y apacible. Insoportablemente valioso.

Pero cuando hacían el amor se sentía ofendido por sus ojos. Se comportaban como si pertenecieran a otra persona. A alguien que estuviera observando. Que estuviera mirando el mar desde una ventana. O una barca en el río. O un transeúnte que llevara sombrero en medio de la bruma.

Se exasperaba porque no sabía que significaba aquella mirada. La situaba a medio camino entre la indiferencia y la desesperación. No sabía que en algunos lugares, como en el país del que procedía Rahel, había diferentes clases de desesperación que pugnaban por la primacía. Y que la desesperación personal nunca llegaba a ser lo suficientemente desesperada. Que algo sucedía cuando la confusión personal chocaba casualmente con el altar levantado al borde del camino a la confusión pública de una nación. Una confusión inverosímil, insensata, ridícula, torrencial, circudante, violenta, inmensa. Sucedía que el Dios grande bramaba como un viento tórrido exigiendo reverencia. Y entonces el Dios pequeño (agradable y contenido, privado y limitado) retrocedía cauterizado, riéndose, aturdido, de su propia audacia. Acostumbrado a las constante confirmación de su inconsecuencia, se tornaba acomodaticio e indiferente. No había mucho que importara. Nada de lo que importaba, importaba mucho. Y, cuanto menos importaba, menos importaba. Nada tenía nunca suficiente importancia. Porque cosas peores habían sucedido. En el país del que ella procedía, en eterno equilibrio entre los terrores de la guerra y los horrores de la paz, continuaban sucediendo las peores cosas.

Así que el Dios pequeño se reía con una risa ahogada y se alejaba retozando alegremente. Como un niño rico en pantaloncitos cortos. Silbando, pateando piedrecitas. La fuente de su fragil regocijo era la relativa pequeñez de su desgracia. Se encaramaba a los ojos de la gente y se convertía en una expresión exasperante.

Lo que Larry McCaslin veía en los ojos de Rahel no era desesperación, ni mucho menos, sino una especie de optimismo forzado. (...)

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